sábado, 9 de marzo de 2024

FAMILIA, VIOLENCIA Y CONDUCTAS DELICTIVAS EN LA CDMX

 

El Cotidiano

ISSN: 0186-1840

cotid@correo.azc.uam.mx

Universidad Autónoma Metropolitana Unidad Azcapotzalco México

Isunza Vizuet, Georgina; Méndez Bahena, Benjamín Familia, violencia y conductas delictivas en la ciudad de México El Cotidiano, vol. 18, núm. 111, enero-febrero, 2002, pp. 36-46 Universidad Autónoma Metropolitana Unidad Azcapotzalco Distrito Federal, México                                               Disponible en: http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=32511105

Familia, violencia y conductas  delictivas en la ciudad de México*

Georgina Isunza Vizuet*                                                                                                                 Benjamín Méndez Bahena*

Este trabajo analiza la forma en que se vinculan las conductas antisociales (delictivas) con los cambios que ha tenido durante los últimos veinticinco años la estructura y roles desempeñados en el ámbito familiar. La violencia que se vive cotidianamente en este espacio constituye un componente esencial que dificulta el proceso de socialización de los individuos, principalmente niños y jóvenes, aumentando su propensión a transgredir la norma social y jurídica. No obstante, la violencia que se ejerce en contra de los propios miembros de la familia es escasamente tratada como un problema del orden público. Se observa, asimismo, que el mayor ejercicio de la violencia tiene lugar en familias más bien tradicionales en las que prevalece la estructura patriarcal, que en el nuevo tipo de hogares en los que la mujer tiene participación en la actividad económica y cierto grado de incidencia en las decisiones públicas y privadas.

U

na preocupación central de la mayor parte de los gobiernos en el mundo es el ascenso delictivo que se torna cada vez más violento. Los crímenes violentos representan, en promedio, entre el 25% y el 30% de los delitos en las ciudades latinoamericanas.[1] Como parte de este entorno social, la violencia en el hogar contra mujeres y niños constituye un componente esencial de las conductas delictivas, pues reproduce las relaciones de subordinación de la mujer y menoscaba la capacidad de los menores para integrarse a la vida social. Sin embargo, en la cultura política de los países latinoamericanos, prevalece la percepción de que la violencia en el entorno familiar no pertenece a cuestiones del orden público y, por tanto, no se consideran asuntos de incumbencia ciudadana.[2]

En la actualidad, la familia sigue desempeñando un papel decisivo en la transmisión de hábitos, costumbres y valores, en el proceso de socialización de los individuos, en la construcción de la identidad, de normas de conducta y en el fortalecimiento de lazos afectivos.

Desde hace más de veinte años, la estructura y función de la familia se está transformando, sobre todo en las ciudades; a pesar de ello, no se puede ignorar que, a lo largo de la historia el trabajo de las mujeres se ha subordinado a una estructura patriarcal y la actual necesidad de romper con estas relaciones de dominio descansan sobre la capacidad de las mujeres de gestionar la organización de la vida cotidiana en los espacios públicos a fin de resolver las nuevas necesidades en la vida familiar. En consecuencia, existe una dificultad para vincular las conductas antisociales con los cambios en los roles y estructura de las familias, pues este tipo de ilícitos cometidos en el seno familiar se denuncian escasamente.

De esta preocupación se desprende el objetivo del presente trabajo: contribuir a la discusión sobre la relación entre la estructura y función de la familia con las conductas delictivas. La hipótesis que lo sustenta asocia a la delincuencia con el ejercicio cotidiano de la violencia familiar[3] que se presenta fundamentalmente en familias con estructuras y roles más tradicionales (con jefatura masculina y líneas de subordinación de la mujer y los niños), pues la violencia cotidiana en el hogar se ejerce siguiendo estas líneas jerárquicas. Se pone énfasis en la ciudad de México porque en ella se cristalizan los cambios sociodemográficos, económicos, tecnológicos, culturales y políticos que dan contexto a la vida familiar en un medio urbano.

En la primera parte se analizan las tendencias demográficas y económicas que condicionan el cambio en la estructura familiar. En la segunda, se caracteriza la violencia que se ejerce en el ámbito familiar por tipo de hogar y desde la perspectiva de género. En tercer lugar, se aborda el análisis de la violencia y las conductas delictivas de los menores, y, por último, se reflexiona acerca de la relación entre la violencia familiar y la incidencia delictiva, así como la dificultad para su reconocimiento como objeto del orden público.

Transformaciones socioeconómicas y estructura familiar y estructura familiar

En los últimos veinticinco años, la familia ha transformado paulatinamente su estructura, dinámica y forma de organización, debido principalmente a factores económicos, tecno-productivos y sociodemográficos como, por ejemplo, la mayor participación femenina en el mercado laboral y la actividad económica en general, la progresiva integración de las mujeres a la vida pública, la reducción de la fecundidad, la prolongación del promedio de vida y la unión de pareja más tardía, así como el mayor nivel de instrucción de la mujer.                                                                                         

La tasa de participación femenina en la actividad económica[4] ha crecido de manera sostenida: 17% en 1970, 35% en 1995 y 37% en 1997 y representa actualmente cerca del 38% de la PEA.[5]  La brecha existente entre hombres y mujeres tiende a cerrarse (véase Gráfica I).

La tasa específica de participación femenina pasa de 35% en 1991 a 40% en 1997, en áreas con mayor urbanización, mientras que en áreas menos urbanizadas llega a 34% en 1997. En la ciudad de México, para el año 2000, el 38% de la PEA total es femenina y la tasa de participación ascendió a 41%, cifra superior a la nacional que llegó a 31.3%. Existe también un incremento de la edad promedio de las mujeres que participan en la actividad económica, pues entre 199l y 1997 las mujeres de 30 a 39 años pasaron de representar el 41.5% al 49.0% y aquellas de 40 a 49 años, de 37.4% a 45.4%.[6]

Aunque la estructura laboral aún se encuentra masculinizada, existen actividades con participación predominantemente femenina: el comercio capta el 21.7% del empleo; otro tipo de servicios, exceptuando el gobierno, 15.0%; manufactura el 12.3%; y los servicios educativos el 10.4%. Por tipo de ocupación destacan las oficinistas (18.2%); comerciantes y dependientes (16.8%); trabajadoras domésticas (12.4%); prestadoras de servicios personales (8.0%) y trabajadoras ambulantes (3.7%).[7]

El tipo de trabajo que desempeña la mujer es diferenciado: por un lado, un sector se desarrolla en el ámbito administrativo y educativo; por otro, se inserta en un tipo de ocupación marginal y de baja remuneración que exige un menor grado de instrucción y de desarrollo de habilidades. El significado del trabajo femenino es diferente si hablamos de sectores medios o de sectores populares. En los sectores medios, el trabajo significa para la mujer desarrollo personal, una actividad complementaria, o bien una forma de mantener un status social. En contraste, para los sectores populares, el trabajo femenino es útil y satisfactorio, una actividad secundaria o bien una necesidad para el bienestar y educación de los hijos.[8]

Cabe destacar la incorporación masiva de la mujer en el sector informal a pesar de percibir bajas remuneraciones[9]. Este representa una forma de complementar el gasto familiar y de hacer compatible el trabajo fuera de casa con las actividades domésticas; en los sectores comercio y servicios, la mujer desarrolla el trabajo a domicilio y en el caso de la maquila, opera bajo el esquema de subcontratación en micronegocios.[10]

Otra tendencia es que cada vez más mujeres casadas y en unión libre se incorporan a la actividad económica: la tasa de participación femenina en el caso de mujeres casadas pasó 25.8% en 1991 a 32.7 en 1997; mientras que para el caso de mujeres que viven en unión libre pasó de 22.8% a 32.6%.[11] Esto significa que no sólo la necesidad económica de manutención familiar suscitada por divorcios y separaciones constituye un motivo para fomentar la mayor participación femenina en el empleo. Sin embargo, el desempleo se acentúa más en el caso de la mujer, debido a que la tasa de desempleo abierto para hombres fue de 3.8% en 1991; 6.4% en 1995 y 2.2% en 1999; mientras que para las mujeres fue de 10.0%, 8.9% y 4.0% en el mismo lapso.[12]

Los hogares en transición

En México el ritmo de crecimiento del total de hogares se redujo entre 1992 y 1995 de una tasa media anual de crecimiento de 3.7% a 3.1%. También los hogares familiares (nucleares y extensos) reducen su tasa de crecimiento al pasar de 3.5% al 3.0%. Se observa también la reducción en la tasa de crecimiento de los hogares con niños y el incremento de la tasa de hogares con ancianos. Otro rasgo del actual estilo de vida es el aumento de los hogares unipersonales, lo que tiene que ver con cambios en los proyectos de vida y la realización de matrimonios a edades más tardías.[13]

Desde la perspectiva de género, del total de hogares a nivel nacional, el 79.4% están dirigidos por hombres y 20.6% por mujeres. En el Distrito Federal la proporción de hogares dirigidos por mujeres supera a la nacional, asciende a 26%.[14] En la Tabla 1 se observa que la tendencia al incremento de hogares con jefatura femenina se agudiza notablemente durante el último periodo.

Existe una dificultad conceptual para referirse a la jefatura de hogar, pues las estadísticas hacen referencia al aporte económico principal para el sustento familiar, pero en los hechos, el reconocimiento del jefe de familia tiene un trasfondo cultural que asigna al hombre el papel de proveedor, de autoridad moral y a quien corresponde la toma de decisiones en el hogar. Esta falta de precisión conceptual ha subestimado en muchos casos el papel de la mujer como responsable del funcionamiento de su familia y constituye un obstáculo para reconocer la heterogeneidad de la estructura interna de los hogares, su vínculo con las condiciones de la vida cotidiana y, desde luego, con la presencia de violencia en las relaciones familiares.[15] Por ejemplo, existen hogares en los que la mujer no se reconoce a sí misma como jefa de familia aunque aporte el ingreso principal, pues ese rol es conferido exclusivamente al cónyuge.[16]

No obstante que los procesos de globalización implican una serie de cambios en los estilos de vida, en la forma de constitución de las familias, en las actividades de sus miembros fuera y dentro del hogar, aún persisten los roles tradicionales basados en las responsabilidades domésticas y familiares, en donde la función que se le asigna a la mujer se reduce a la procreación y cuidado de los hijos y a tareas domésticas. Así, estos procesos no han significado cambios sustantivos en la brecha de desigualdad que afecta a la mayoría de las mujeres ni en la ruptura con relaciones de subordinación al interior y al exterior de la familia.

La violencia en el ámbito familiar La violencia en el ámbito familiar En 1999, la tasa de delincuencia, número de delincuentes por cada 1000 habitantes, en México llegó a representar 1.9%; en el Distrito Federal ascendió a 2.3%. Desde la perspectiva de género, sobresale la figura masculina cuya tasa llegó a 4.2% en comparación con la femenina que registró una tasa de 0.6%.[17] Adicionalmente, el promedio diario de delitos cometidos y denunciados en esta entidad, pasa de 336 en 1993, a 700 en 1997, año en el que alcanza su máximo nivel, y aunque desciende levemente en el año 2000 (496) no alcanza los niveles de 1993. [18]

A pesar de que la violencia urbana y las conductas delictivas constituyen un factor de alarma social, se han explicado frecuentemente de manera parcial y fragmentaria. En las ciencias sociales, se remite constantemente el fenómeno delictivo a la teoría de la ruptura o de la anomia, que alude a las dimensiones estructurales y sociales, como desajustes del orden social, en cuyo caso, existe una alta correlación entre pobreza y delincuencia, debido a la ruptura entre las aspiraciones de progreso del individuo y los medios económicos, culturales y socialmente aceptados para alcanzarlas.

Tanto en la percepción ciudadana como en los discursos gubernamentales la teoría de la ruptura social tiene gran influencia ya que frecuentemente se considera a la violencia urbana como expresión de la desigualdad y la pobreza, tal como lo muestra la Encuesta de Victimización y Percepción Ciudadana sobre la Seguridad Pública, en la que el 57.3% de los entrevistados señalaron a la pobreza y la falta de empleo como las primeras causas del ascenso delictivo en la ciudad de México.[19] En contraste, las estadísticas reconocen que en México los hogares que ejercen la violencia representan el 30%, y que de ellos, el 85% tienen jefatura masculina,[20] lo que indica que hay más violencia en los hogares dirigidos por hombres.

El hecho de que las mujeres trabajen y asuman en muchos casos la jefatura económica del hogar, ha sido un factor central de conflicto en sus vidas, porque tienen que defender el derecho a ejercer una actividad remunerada para brindar mejor calidad de vida a sus hijos. En los relatos de estas mujeres aparece la violencia física y psicológica como un rasgo sobresaliente en las familias.[21]

En el Area Metropolitana de la Ciudad de México (AMCM), se registra que el tipo de hogar que ejerce la violencia pertenece fundamentalmente a un estrato socioeconómico medio bajo; es decir, no son precisamente los sectores más marginados los principales responsables de este tipo de violencia (véase Tabla 2).

En la Tabla 3, se puede observar que el aspecto educativo tiene mayor incidencia en el grado y formas de ejercicio de la violencia, ya que, en el AMCM, se registra un mayor número de casos de violencia en hogares con menores grados de instrucción y viceversa. Otro aspecto importante es que predomina la violencia sexual, la intimidación y la violencia física en el caso de los jefes de familia que no tienen instrucción. En contraste, la violencia física y emocional representan las principales formas que se ejercen en hogares con mayor nivel de instrucción de los jefes. En pocas palabras, existe mayor correlación entre la violencia familiar y el nivel de instrucción que con respecto al nivel socioeconómico.

Si atendemos al nivel de instrucción de la víctima, se puede afirmar que tampoco son personas con menor nivel de instrucción las principales víctimas. El mayor número de denuncias de violencia, en promedio diario, se concentra en cuatro niveles de instrucción: primaria con 6.95 casos, secundaria con 7.52, profesional técnico con 4.16 y bachillerato con 3.21casos.

Con base en el análisis de algunos aspectos sociodemográficos en hogares que gistran casos de violencia familiar en el Area Metropolitana de la Ciudad de México, se puede determinar que los mayores casos de violencia se concentran en mujeres cuya edad oscila entre los 18 a 34 años, con 4.7 casos diarios en promedio.[22] Se encontró además que la mayor parte de casos de maltrato denunciados, se presenta en personas casadas o que viven en unión libre, mientras que es muy poco significativo en los casos de divorcios o separaciones (véase Tabla 4).

En este análisis cabe la reflexión en torno a las atribuciones que, tanto en el discurso gubernamental, como en la consciencia colectiva, se cataloga a la desintegración familiar, como causa de la delincuencia.[23] En este sentido, al término desintegración familiar oponemos algunas objeciones, debido a que se le han acuñado distintos significados relacionados con una serie de mitos y estereotipos que impiden su uso como categoría analítica: la disolución del matrimonio sin importar los motivos (deserción del padre o de la madre, divorcio o muerte de alguno de ellos); en otros casos, se asocia la desintegración familiar con la ruptura de la cohesión y el debilitamiento de la identidad entre los miembros de la familia; en un sentido nostálgico, bajo la creencia de que en el pasado las familias vivían más felices y en a monía,[24] frecuentemente se identifica la desintegración familiar con el nuevo tipo de familia o familia en transición (no patriarcal, no tradicional) en la que la madre trabaja, asume la dirección del hogar, logra mayor nivel de instrucción o se plantea proyectos personales.

El análisis anterior sugiere que existe un mayor ejercicio de la violencia en la familia que se organiza con base en los patrones tradicionales que en aquellas familias en transición pues la mayor frecuencia de actos violentos se presenta en hogares cuyos cónyuges están casados; con jefatura masculina en donde el nivel de instrucción del jefe es bajo; de un estrato socioeconómico medio bajo, predominando la violencia física y emocional, ejercida hacia la mujer.

Violencia y vulnerabilidad de los menores

Además de las mujeres, uno de los grupos sociales urbanos más vulnerables lo constituyen los menores. Estos se insertan en una estructura social compleja, ya que, por un lado, constituyen un grupo social sujeto al maltrato, prostitución, explotación laboral y otras formas de violencia y, por otro, constituye un sector que tiene cada vez más presencia en la comisión delictiva.

Un estudio realizado con familias que tienen un miembro delincuente muestra las siguientes características: frecuentes desacuerdos parentales en las interacciones y directivas inconsistentes, sobre todo hacia los menores: escasez de expresión de afecto, medio familiar hostil y dificultad de establecer comunicación entre sus miembros, pues el tipo de comunicación que se establece implica agresión o rechazo.[25]

Participación laboral de los menores

Según estudio del DIF y del Fondo de Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) [26] existen 14 322 menores laborando en las calles de la ciudad de México. El 38% trabaja como empacadores en tiendas de autoservicio, primera actividad en importancia le siguen los trabajadores en vía pública con el 28% y los niños que ayudan a sus familias en los mercados públicos representan el 10%. Este estudio hace una diferenciación entre los “niños de la calle que han roto con todo vínculo familiar por motivo de maltrato, orfandad, desintegración o falta de afecto familiar” y los niños que, aunque laboran en la calle, siguen manteniendo vínculos familiares. El estudio calcula que, el primer grupo, no suman más de 1000, es decir, los niños de la calle representan menos del 7% de los menores que trabajan.

Así, exceptuando a los niños de la calle, se considera que el principal motivo para trabajar, no obstante, su corta edad, es la necesidad económica de su familia, pues 8 de cada 10 menores que trabajan aportan todo o una parte del ingreso a la manutención de su parentela y el resto trabaja para cubrir gastos escolares, a diferencia de los motivos de la mujer para insertarse en el mercado laboral que, como se mencionó, no son exclusivamente económicos. La mayoría de estos niños que trabaja en espacios públicos constituye un grupo social vulnerable y con alta propensión a presentar conductas delictivas debido a que están expuestos al consumo de drogas, prostitución y, en general, son personas que crecen con serias carencias afectivas en las relaciones familiares.

Maltrato infantil

Las estadísticas de maltrato a los menores reflejan de manera insuficiente la gravedad de este tipo de ilícitos por varias razones: la escasa denuncia, la difícil comprobación del mal trato en los casos de maltrato emocional, negligencia u omisión de cuidados; en el caso de explotación sexual comercial, un seguimiento periodístico muestra casos descubiertos de pornografía y prostitución infantil en la ciudad de México;[27] sin embargo, en la estadística, el registro de este tipo de ilícito es cero. Adicionalmente, no existen series largas que nos puedan mostrar una tendencia más confiable de los casos de maltrato infantil, por lo que nos basaremos en los reportes disponibles por el DIF de 1995 a 1999 en el Distrito Federal, muy pocos de los cuales se denuncian ante el Ministerio Público (2%)

Se observan ciertos avances en el reconocimiento de otro tipo de maltrato respecto al que originalmente se consideraba. Por ejemplo, en 1995 las estadísticas reportan sólo los casos de maltrato físico, abuso sexual y maltrato emocional; en 1999 ya se incluyen abandono, omisión de cuidados, explotación sexual comercial, negligencia y explotación laboral. En la Gráfica II se muestra la tendencia, ade más se advierte que no en todos los casos se comprobó el maltrato (en todos los años, se comprueban menos de la mitad de las denuncias recibidas), lo cual aumenta la impunidad. También se reporta que la mayor parte de los niños maltratados se refieren a maltrato emocional, representando el 37% en 1999; el físico, con 32%; la explotación laboral con el 18% y la omisión de cuidados con el 9% entre los más importantes.

La violencia que se ejerce en el medio familiar sigue las líneas de subordinación: el hombre “jefe de familia” ejerce la violencia hacia la mujer y la mujer hacia los menores. Existen múltiples aspectos que determinan la violencia doméstica, en el caso de la mujer, aspectos ligados a las condiciones materiales de la niñez y la adolescencia, el inicio de una relación de pareja y maternidad a edad temprana, la forma de convivencia al inicio de la relación matrimonial, las experiencias como madres y el significado mismo de la maternidad, ausencia de redes al cuidado de los hijos, etcétera.[28] La violencia hacia los menores se ejerce fundamentalmente por la madre que asciende al 56% de los casos en 1999; le siguen otras (no especificados) con el 20%; el padre con el 15% y abuelos y madrastras el 3% respectivamente.

La Gráfica III muestra la tendencia de los casos de maltrato infantil según el nivel de instrucción, para aproximarnos al rango de edad de las víctimas, destacando los mayores casos en la primaria (niños entre 6 y 12 años), siguiendo jardín de niños, lactancia y secundaria.

Los menores infractores

La otra cara de la violencia es la creciente participación de menores en la comisión delictiva y su sometimiento a procesos penales, preocupación tanto de las instituciones de prevención del delito y readaptación social, de organizaciones no gubernamentales y organizaciones asistenciales, como de los organismos internacionales que protegen los derechos del menor y que involucran el medio familiar. Los principales delitos cometidos por los menores en el año de 1998 fueron: robo agravado que representaba el 57.4%, robo simple, el 18.8%, tentativa de robo el 4.1% y lesiones el 4.9%.[29]

En la Gráfica IV se puede observar una tendencia creciente de las averiguaciones previas con menor detenido hasta 1997, a partir del cual, la tendencia se invierte. Por su parte, las averiguaciones previas que no implicaron detención del menor se incrementaron en el mismo año.

La mayor parte de menores sujetos a procedimiento están en internamiento o bien sometidos a un tratamiento en internamiento, mientras que una pequeña proporción de menores se sujeta a procedimiento en externación, involucrando en mayor medida el entorno familiar en los procesos.

Actualmente, gran parte de los casos de violencia familiar y una alta proporción de conductas delictivas están asociadas al consumo de drogas y alcohol, alcanzando niveles sin precedente y convirtiéndose en un elemento que irrumpe la cohesión familiar y altera el funcionamiento y los patrones de relación entre los miembros de la familia Entre 1990 y 1998, los Centros de Integración Juvenil ubicados en el Distrito Federal brindaron atención al 34.4% de los pacientes de primer ingreso atendidos en todo el país. El perfil predominante del consumidor de drogas es: hombre, hijo de familia, adolescentes y jóvenes, estudiante y/o trabajador, soltero, consumidor funcional, aunque con lapsos de consumo superiores a 3 años; veamos algunos indicadores al respecto. De los 16,436 consumidores atendidos en 1998, el 89% son hombres y el 35% ingresaron a los Centros desde la adolescencia (entre los 15 y 19 años de edad), siendo hijos de familia. El nivel educativo predominante es de secundaria (48%) mientras que el 21% tiene bachillerato completo y el 22% educación primaria. El 50% de los pacientes trabaja y el 25% refirió estar desempleado; el 69% son solteros y el 19% casados.[30]

El 46% de los pacientes tienen un lapso de consumo de seis años o más; el 20% de 3 a 5 años y el 12% un año. Los grupos de consumidores predominantes y con mayor propensión a presentar conductas delictivas son: funcional (57%) y el disfuncional (19%).[31] De las personas que asisten a consulta, el 48% está constituido por el propio consumidor, pero 17% son familiares que participan en la terapia y un 34% de los casos acuden ambos.[32]

Se observa que el 36% de los hombres y 33% de las mujeres consideran que la violencia familiar no debe ser penalizada (con prisión); por otro lado, el 13% de los hombres y el 10% de las mujeres se expresaron en contra de que se castigue como delito, mientras que la mayoría de hombres y mujeres sí la consideran causal de divorcio, es decir, se le apuesta más a la disolución del matrimonio que a la denuncia como forma defensiva ante la violencia familiar. Destaca también la percepción de la violencia familiar como un problema privado, ya que el 88% de las mujeres y el 89% de los hombres se manifestaron a favor de la frase “la ropa sucia se lava en casa”.

Las conductas delictivas en la familia: Las conductas delictivas en la familia: entre lo público y lo privado

Si bien las estadísticas delictivas muestran ciertas tendencias de la violencia urbana, reflejan insuficientemente la importancia de los delitos que se cometen por alguno de los miembros de la familia, pues estas violaciones a las leyes no se catalogan como delitos dentro de la familia y en general son tolerados a pesar de generar violencia, porque se basan en las relaciones jerárquicas y de subordinación que prevalecen entre la víctima y el agresor al interior de la familia, es decir, en el ámbito familiar no operan las leyes que rigen el orden público, por lo tanto, existe un alto índice de impunidad en este tipo de actos delictivos. Los resultados de una encuesta que aplicó el INEGI exploran la percepción y creencias que prevalecen acerca de la violencia familiar (véase Tabla 5).

Se observa que el 36% de los hombres y 33% de las mujeres consideran que la violencia familiar no debe ser penalizada (con prisión); por otro lado, el 13% de los hombres y el 10% de las mujeres se expresaron en contra de que se castigue como delito, mientras que la mayoría de hombres y mujeres sí la consideran causal de divorcio, es decir, se le apuesta más a la disolución del matrimonio que a la denuncia como forma defensiva ante la violencia familiar. Destaca también la percepción de la violencia familiar como un problema privado, ya que el 88% de las mujeres y el 89% de los hombres se manifestaron a favor de la frase “la ropa sucia se lava en casa”.

Reflexiones finales

Lo expuesto permite contribuir al debate de algunas ideas aceptadas generalmente como causales de la delincuencia, al cuestionar la relación entre pobreza, desintegración familiar y delincuencia, debido a que se muestran evidencias de que existe un vínculo más estrecho entre la violencia y las conductas delictivas en el seno de familias patriarcales.

El trabajo pone de manifiesto, además, la dificultad que enfrenta, en los hechos, el catalogar el ejercicio de la violencia familiar como una conducta delictiva que concierne al ámbito de lo público. Esta resistencia manifiesta una situación ambivalente: por un lado prevalece una estructura familiar patriarcal que reclama los roles femeninos de subordinación en la familia y, por otro, la necesidad de diversificar los proyectos de vida de las mujeres y de generar nuevas formas de relación con el entorno sociocultural y político, ante una serie de cambios que caracterizan el actual mundo globalizado.

En consecuencia, es necesario profundizar en esta línea de investigación a fin de explicar los viejos y nuevos problemas que enfrenta la institución familiar en el contexto de transición democrática que empieza en nuestro país, en los que se tienen que revalorizar los principios de diversidad, pluralismo y respeto de las diferencias presentes en las democracias contemporáneas.



*Publicado con fines educativos.

[1] Instituto Interregional de las Naciones Unidas para Investigaciones sobre la Delincuencia y la Justicia (UNICRI), 1995.

[2] Molina, Natacha, Revista Feminista Internacional Lolapres Montevideo No. 6, noviembre de 1996-abril de 1997

[3] Se utiliza este término y no el de violencia intrafamiliar –a pesar de ser el más difundido– porque este último oculta una serie de determinantes macrosociales de la violencia que se ejerce en las relaciones familiares –además de que impide reconocer la naturaleza pública de este problema.

[4]En proporción a la población femenina total de 12 años y más.

[5] Consejo Nacional de Población (CONAPO) Documento: Participación de las mujeres en la actividad económica. Consulta electrónica:  

[6]  INEGI, 2001, Indicadores Sociodemográficos de México 1930-2000, México y Encuesta Nacional de Empleo 1991, 1996 y 1997.

[7] Ídem.

[8] García, Brígida y De Oliveira, A., Trabajo Femenino y Vida Familiar en México, El Colegio de México, México, 1998. González, Ma. Luisa, “El trabajo femenino en el sector informal” en González, Ma. Luisa (coordinadora), Los Mercados de Trabajo Femenino. Tendencias recientes. Ed. Miguel Angel Porrúa, UNAM, IIES, DGPA y Programa Nacional de la Mujer, México.

[9]Del total de mujeres ocupadas en 1995, el 42% percibían menos de un salario mínimo o no percibía ingreso. El 61% no tenía prestaciones y el 56.6% trabajaba más de 35 horas a la semana (González, Ma. Luisa, op. cit).

[10] González, Ma. Luisa, op. cit

[11] INEGI, Encuesta Nacional de Empleo 1991, 1996 y 1997

[12] 2 INEGI, XII Censo General de Población y Vivienda, 2000, Tabulados de la Muestra Censal. Cuestionario Ampliado, México.

[13]  Ídem.

[14]  Ídem.

o

[15] Esquivel, Ma. Teresa. “Hogares encabezados por mujeres: un debate inconcluso”, en Revista Sociológica núm. 42, Balance y nuevas problemáticas en los estudios urbanos, UAM Azcapotzalco, Año 15, enero-marzo de 2000, México.

[16] García y Olivera Op. cit. Op.cit.

[17]  INEGI, 2001,

[18] Arriagada, Irma y Godoy, Lorena, 1999. Seguridad ciudadana y violencia en América Latina: diagnóstico y Políticas en los años noventa. CEPAL/ENLAC, serie políticas sociales núm. 32, Santiago de Chile, Agosto de 1999.

[19] Encuesta aplicada por los investigadores sobre la Seguridad Pública del CIECAS en las 15 colonias más conflictivas del Distrito Federal, febrero de 2001.

[20] INEGI, Encuesta Violencia Intrafamiliar, Documento Metodológico y Resultados, México,1999.

[21]  Ibid.

[22] Ibid

[23] .Véase documento: López Obrador, A. Manuel, “Seguridad Pública” en el Programa de Gobierno presentado en diciembre de 2000, Distrito Federal.

[24] Salles, Vania y Tuirán, R., “Mitos y creencias de la vida familiar” en Revista Mexicana de Sociología núm. 2, Instituto de Investigaciones Sociales, UNAM, México1996.

[25]  Cerfogli, Claudia et. al., “Delincuencia: un enfoque familiar sistémico” en Revista Chilena de Ciencia Penitenciaria y derecho pena núm. 18, 3ª época,

[26] 6 Molina, Isabel Directora del DIF y Willy Bezold, delegado de UNICEF, estudio presentado en La Jornada, 3 de enero de 2000.

[27] 7 Un ejemplo lo encontramos en el barrio de La Merced, en donde opera una red de explotación sexual de menores mediante la prostitución y la pornografía. Estas redes son controladas por dueños de loncherías y hoteles. Por su parte, el Fondo de Población de las Naciones Unidas señala que, cada año, 2 millones de niñas y niños entre 5 y 15 años son introducidos al mercado del sexo (Diario La Jornada, 30 de marzo de 2000).

[28]García y Oliveira, Op. cit.

[29] INEGI, 1999, Op. cit.

[30] Centros de Integración Juvenil (CIJ), 1998, Informe de investigación 98-02, México y consulta electrónica: http://www.cij.gob.mx.

[31] El consumidor ocasional y el funcional no presentan desajustes conductuales o psicosociales que le impidan el desarrollo cotidiano de su vida social como el desempeño laboral y escolar, a diferencia del consumidor disfuncional, que ya enfrenta trastornos conductuales y en su estado afectivo, deterioro en su estado de salud y dificultad para mantener relaciones familiares y sociales.

[32] Centros de Integración Juvenil, 1998, Op. cit.

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